Dejo aquí el primer fragmento acabado y pulido de lo que va a ser mi proyecto en el género de fantasía mezclado con ciencia ficción. Me gustaría que todo el que no esté familiarizado con el género pregunte tanto como desee en formspring. 





Cuando la noche cae, cuando el cielo se hace de infinidad de colores para quedarse en el negro, empieza su vida. Saltando de tejado en tejado. Creando arcos a su alrededor, dejando a su paso el sonido de su negra ropa contra el viento. Siempre le habían dicho que sólo los asesinos y los ladrones vestían de negro, para confundirse en la noche, además, siempre la gente temía a aquellos que vestían de dicha manera, y la sensación de poseer el control y tener el poder de infundir miedo y respeto en la gente la hacía estremecer de satisfacción. La noche siempre la había acunado, cantándole al oído con el viento susurrante y las luces tintineando bajo sus pies. Se sentía fuerte, se sentía viva, sus ojos buscaban sus presas y con el hambre de un lobo surcaba la cuidad detrás de su objetivo.



Su pelo ondeaba, negro como el carbón con suaves ondas enredándose en sí mismas ante el ajetreo de la noche. Y sus pequeños ojos marrones dilatados al máximo, perdidos en la inmensidad de los edificios. Y su cuerpo pequeño y a la vez poderoso. Esa sensación de ver a través de la oscuridad con los ojos de gato, el oído y el olfato de un perro, las ventajas sensoriales de ser el resultado de la genética experimental. Los huesos tan fuertes como el mármol, la piel tan sensible como la superficie del agua, las habilidades de un felino y la fuerza bruta de los elefantes, la gracilidad de un ciervo y la sed de sangre de las hienas. Producto de lo que los demás hicieron de ella. Criada por un ladrón, educada por estafadores y entregada a los asesinos para formarla. Arma letal. Daga en persona. Y ahora saltaba por los tejados, grácilmente, con la naturalidad propia de los de su condición. Su niñez la había curtido y sabía los trucos de los más viejos, las artimañas de los nuevos. Los consejos más sabios de la faz de la tierra y el lema que le acompañaba día a día “La mayor debilidad es sentir y dejar que tus sentimientos nublen tu juicio”. Desde que había comprendido el significado de aquellas palabras, ella había aprendido a encerrar sus sentimientos. Prohibir que afloraran era una de las cosas más maravillosas que había aprendido a hacer.

Paró en el filo de un edificio y escudriñó la calle, sólo un par de gatos y un grupo de borrachos volviendo a casa. Suspiró. Había perdido el rastro y sabía que seguramente no podría encontrarlo de nuevo. El viento azotó su cabello, lo esparramó por su cara y ella suspiró disfrutando del olor mentolado que desprendía. Se dejó caer, sentándose en el borde del tejado, dejando los pies caídos al vacío y contempló la negrura que se extendía hacia abajo. La cortina negra le tapó la visión y sus pulmones respiraron el cargado aire que llenaba la atmosfera. Sintió la pesadez de los metales disueltos en el aire, el aroma del argón quemando su garganta y visualizó una de tantas imágenes grabadas a fuego de árboles, de flores, de paisajes hermosos que se habían tornado grises. Sabía que había alguien mirándola, alguien cerca, le había oído llegar, fingió indiferencia cuando la figurase sentó a su lado, con los pies también colgando al vacío.

Ninguno de los dos habló durante un rato. Sólo había el sonido de la cuidad, el remoto sonido de la vida pasar. En esos instantes la vida pasó, las oportunidades se acabaron, en un instante se acabó y empezó. Pasa lo que pasa siempre, la vida se dijo ella.

–¿En qué piensas? –preguntó él.

–En lo inútil de preguntar a alguien que permanece callado en qué está pensando.

–Siempre tan amable.

–Sí, siempre.


El silencio se vio interrumpido por las sirenas, por las voces, los gritos y el pánico.

–¿Se te ha escapado?

–Sí.

–La próxima vez.

–Supongo.

La sirena se apagó, sintió un escalofrío y se empujó al vacío, cayendo suavemente, con su ropa y su pelo recortando furiosamente el viento. Aproximándose al suelo, con la adrenalina latiendo en sus venas. Sintiendo la emoción de la primera vez que se había dejado caer. Aterrizó suavemente en el suelo tras quince pisos de altura y sonrió satisfecha. ¿Quien no se volvería adicto a esto? –se dijo- es lo más parecido a volar, como una droga dura.


Patea las piedras que encuentra a su paso, las hace seguir su mismo destino manteniéndolas sobre una línea imaginaria. Se pregunta si Dios hará lo mismo con su vida, si los recuerdos desafortunados son las patadas de aquél que dirige los hilos de su vida. Descarta tal hecho, él es un hombre de fe, alguien que cree y que siempre va a misa, pero ya no sirve de nada. Nada sirve ahora, suele decirse, mi fe ahora no puede responder a mis preguntas, mi fe no resuelve mis dudas. Y mientras el cielo oscuro le devuelve la sonrisa del misterio, de su boca sale el aliento casi congelado. Las manos en el bolsillo, las tiene congeladas y el corazón también se encuentra en tal estado. Late con poca intensidad, sin apenas fuerza y vida. La fe se pierde en su mirada, se diluye día a día.

Se mueve por la calle como un autómata, entra por las puertas giratorias, abandonando a su suerte las pequeñas piedras que antes pateaba. La luz le hace parpadear varias veces y se dirige al ascensor. Se balancea sobre sus pies mientras espera, esa agradable sensación de balanceo inunda su cuerpo y sonríe vanamente. Las sonrisas de verdad se han esfumado y ahora sólo quedan sus fantasmas. Entra y esa horrorosa música de ascensor inunda sus oídos, intenta concentrarse en otra cosa hasta su piso, el séptimo. Él último. Se interna en su pasillo dejando atrás esa estúpida musiquilla que amenaza su cordura. Recorre sin ganas, entre ocres y azules desteñidos y se para en el número 047. Entra sin ganas y coloca al fantasma de su sonrisa en los labios. La estancia vuelve a arrojar oscuridad en sus ojos y estos se dilatan rápidamente. Busca la luz a tientas y la enciende. Sus ojos se quejan, muchos cambios, demasiados quizás. Se acerca hasta dónde se encuentra la cama y se sienta al lado. Deja en la mesita el móvil, las llaves y cosas varias que lleva en los bolsillos de la chaqueta y pantalones. Se deja caer en el sillón y suspira aún con la sonrisa fingida. Se gira y mira el inerte semblante de ella. Vuelve a suspirar y sus latidos se acompasan con los pitidos insoportables de la máquina que reposa al otro lado de la cama. Casi preferiría la musiquilla de ascensor. Le coge la mano y ambos continentes helados chocan, el suyo un poco más cálido que el de ella y su sonrisa se esfuma. 

―Ya he llegado.

El silencio se hace abrumador y él suelta su mano. Saca un libro de la mochila y lee. Lee en voz alta. Para ella, para nadie, para vete-tu-a-saber-quién... Pero lee, con ímpetu, dejándose la voz en cada personaje y cada diálogo. Se deja llevar por las líneas del libro y se sumerge en la historia. Mientras el reloj de pared marca ya las once de la noche y las luces del pasillo se han apagado. La cuidad ya silenciosa dormita mientras él lee. Y cuando acaba de leer se siente agotado. Dejando la lectura al lado de sus pertenencias y mirando al techo. Se siente extremadamente cansado y la maquina sigue pitando, sigue marcando el compás de una vida a medias. Ya no tiene el fantasma de la sonrisa en la cara y cierra los ojos en pos de dormir. Vienen a él los ayudantes de Morfeo que se compadece de su suerte. Pero la puerta lo despierta. Se frota los ojos, hartos ya del día y la luz y mira el reloj, las once y trece. Aparece la enfermera que sonríe como siempre. Que le saluda, llamándole por su nombre. Lleva el uniforme impoluto y las manos enfundadas en unos guantes. No la culpa ni siquiera ella puede comprender ciertas cosas sobre la fe.

―¿Sigue igual?

―Me temo que sí.

―Cada día que pasa es un día que pierde, ¿usted cree que va a despertar algún día?

―Yo no estoy autorizada para…

―Le pregunto su opinión personal –le corta inmediatamente-. Llevamos aquí cerca de un año, ¿cree que va a despertar?

―Usted es un hombre de fe, rece. Quizás se obre el milagro.

La enfermera desaparece tras haber hecho su trabajo y cierra la luz muy amablemente. Como todas las noches. Y su fe, esta noche, se ha diluido un poco más. Esta noche, otra más, ha dejado a su fe inútil y a su Dios algo menos omnipotente. Finalmente se duerme, sabiendo que con la ronda del turno de la mañana se despertará, se irá, volverá a casa y saludará a su hija, la besara y dará gracias por tenerla en la vida, la contemplará y la llevará al colegio. Se acordará de su bocadillo y los recados que debe hacer para la escuela. Después hará la casa, limpiará y recogerá. Preparará la comida y después, sólo después del orden en un caos estratégico, irá a trabajar. Para acabar como siempre, noche tras noche en el mismo sillón. Con su fe abandonándolo poco a poco.

Pero por el momento duerme, duerme y sueña. En un viejo sillón, acompañando con sus latidos a la maquina pitante (mucho mejor hubiera sido la musiquilla de ascensor).

Los principios de cualquier historia siempre son más o menos idílicos, sólo se trata de aceptar lo que llega y estar en el lugar y el momento adecuados. Los principios de un amor verdadero siempre son utópicos, creyéndote que rozas el cielo con las mismas palmas de tus manos. Creyendo que no puedes ser más feliz, que nada puede arrebatarte lo que ahora sientes. Que no existe más piel que la de ella, que no existe más labios que los suyos y más amor que el que te regala por las noches bajo las sábanas. Las palabras de amor, los “te quieros” a medias en las oscuridad de la noche. Las escapadas nocturnas al cine, al parque, al coche de nuestros padres, las locuras de los adolescentes por mostrar su amor.

Sin embargo no hay final que no sea doloroso. No existe un fueron felices para siempre, ni siquiera un siempre estuvieron juntos. Pues lo que acaba bien no ha acabado aún –por mucho que me duela decirlo-. Por bonito e idílico que parezca algo, nunca dura eternamente. Quizás alguna pareja vea su fin en la muerte, en la vejez, en el alzhéimer. Quizás una pareja siquiera vea la luz de un nuevo amanecer. Las parejas, los amores en general, acaban mal. Lo sé. Sé de propia mano esto porque los míos me han servido de lección. Que todo lo que es creado tiene el fin de ver como acaba, que lo que se crea se destruye y que mucha culpa de ello la tenemos nosotros y sólo nosotros. Como un Dios crea un universo y luego lo cuida en sus inicios, se desentiende poco a poco hasta abandonarlo a su suerte, a su propia destrucción. Algo así pasa con el amor, que se consume, hasta implosionar como una supernova no aguantando el peso de la rutina y la pesadez de los días intercalando besos y discusiones. Debe ser muy duro para el amor aguantar tanto hasta tener que estallar. Tengo que admitir que admiro a las parejas de ancianos que pese a sus rutinas siguen cogiéndose de la mano al pasear, siguen besándose y destilando puro amor. Pero volviendo al inicio y a la argumentación principal: Todo tiene que acabar mal. Pues sino no ha acabado.

Me recuerda a todas las veces que he tenido que recomponer mi corazón desde cero, las veces que me he jurado a mí misma que no volvería a amar, las veces que me prohibí caer en la red de lo absurdo del amor. Y sin embargo soy una fiel amante de la vida y su arte. Porque ese no me duele, no me araña en el alma como lo hacen los amantes que comparten mi cama. El amor por la vida como máxima. Pues prefiero que mi cama siga vacía si eso comporta que mi corazón seguirá intacto entre los trocitos de celo que le he puesto para que se sostenga.

Mis grandes amores fracasaron por muchas cosas, entre otras la rutina, esa enemiga fiel de lo que parece precioso. Cada ruptura es un rasguño en el alma, un mar de lágrimas y un sin fin de lamentaciones. Pero, ¿a quién se le ocurriría pensar en un principio que algo puede acabar tan mal como para dejarte con un inmenso vacío en tu interior? ¿quién, por el amor de dios, se para a pensar que alguien que te quiere va a hacerte más daño que cualquier otra persona en el mundo? ¿Cómo puede doler tanto la cosa más maravillosa en el mundo?

Yo lo sé, lo he descubierto: es su precio. A cambio de sentir la sensación de estar volando, de tocar el cielo con las manos de jurar haber visto el paraíso, a cambio del amor tienes que renunciar a los finales felices. Renunciar a la estabilidad y acceder al peor sufrimiento de todos: que se te desangre el corazón sin poder impedirlo  Amar es dolor. Amar ahora y sufrir luego. Es un ciclo sin fin pues el que ahora te cura las heridas luego volverá abrirlas.

Yo mientras tanto me dedico a amar la vida y sus pequeñeces pues el único daño que me puede dar mi propia vida es mi propia muerte, y a eso, queridos míos, no le tengo miedo. Aceptaré la guadaña de mi amiga la muerte que esta se canse de esperarme entre libros y perfumes.